Literatura y Cosmética - Rafael Gumucio / Los Amantes - Rene Magritte

















Es difícil no enamorarse por carta, por mail o por Messenger. Nada enamora más, que la distancia, que la espera, que la impotencia o la imposibilidad de poseer al otro ahora mismo.
El amor se nutre de los aplazamientos; el sexo puede detestar la impotencia, el amor es finalmente siempre una forma de ésta. Amamos lo que no tenemos, porque es nuestra única forma de tenerlo. O de sentir al menos por un segundo que lo tenemos. Amamos a la que se fue, porque a través de las cartas, del chat, de la urgencia siempre aplazada de nuestros sentimientos, podemos mentirnos y pensar que no se ha ido. Amar es en gran parte una forma de salvar las distancias, de negar la muerte -esa distancia final.


Amamos por carta, por mail, por Messenger esa distancia, pero también admiramos un extraño tipo de belleza que se abriga en la escritura. Pocas son las personas que logran ser feas por escrito. Basta que alguien nos escriba con cierta gracia, con cierta sinceridad, evitando los más vistosos lugares comunes, las más atroces pedanterías, para que le encontremos gracia, estilo. Si no conocemos a la persona que nos escribe, nos imaginamos una armonía sutil en su rostro, un cuerpo indestructible, una sonrisa plena que nos hace bien. Estamos acostumbrados a atribuirle al que escribe una cierta belleza estándar -la llamamos normalidad- que no existe fuera de las letras. Es quizás la verdadera razón por la que tantos se dedican a la literatura. Quieren igualar bajo la sintaxis los accidentes de su cutis. Quieren -al margen del prestigio social, que en Latinoamérica es sinónimo, quien sabe por qué, de la literatura- verse bien.

Solemos al leer saltarnos el contexto del que nos habla, la banalidad de una cara, la normalidad de un gesto que por escrito se parece al gesto de Dante. Nos sentimos solos frente a otro ser que, lo quiera o no, se convierte para nosotros en el momento de la lectura en un dios. Lo sabe cualquier narrador: la belleza de un personaje no necesita ser casi descrita, con dos o tres trazos la imaginamos perfectamente; la fealdad en cambio, o la mediocridad, tiene que sernos descrita con precisión, con cuidado, para que la creamos.

Ante alguien que cuenta, somos los que escuchamos, los que leemos, impotentes y ciegos. Nos guía el narrador, nuestro lazarillo, nos convence -porque dependemos de su voz, porque es nuestro único contacto con el mundo- de que su rostro es perfecto, que su aliento es divino, que sus intenciones son las mejores del mundo. Nos enamoramos tarde o temprano de nuestro salvador, de nuestro amo, de nuestro abusivo guía. Le creemos hasta que otro guía lo desmienta, y nos enseñe hasta qué punto el guía anterior nos engañaba. Sócrates se hizo filósofo para, ante los ojos de su auditorio, transmutar su fealdad en poder, su vulgaridad de ateniense medio en verdad eterna. El ciego Homero contaba historias de Troya porque cuando recitaba parecía ser el único que veía. Los otros, los que lo oían, eran los ciegos.

La vanidad de los escritores no es espiritual o ideológica, es ante todo física. Se escribe para decir algo, o para ser querido -como decía García Márquez-, pero sobre todas las cosas se escribe para ser buen mozo. Los gordos escriben para ser flacos, los flacos para ser sólidos, los feos para acostarse con mucha gente, los buenos mozos para ser, de viejos, cuando sus rostros los abandonen, al menos interesantes. Nada de raro que los problemas y manías de los escritores -y más aún, de esta contradictoria categoría que son los escritores jóvenes- se parezcan a las modelos de pasarela. La vida sexual de muchos escritores, que sin la literatura permanecería en la rigurosa abstinencia o monogamia, es promiscua y deshilachada. Poseedores de una belleza artificial, de una belleza prestada, intentan una y otra vez probar los límites de su nueva apostura, hasta que ésta se gaste.

Los autores que rechazan sus fotos en las solapas, lo hacen por pura vanidad cosmética. Da lo mismo que en el relato confiesen tener una joroba, o alimentar tres verrugas en la nariz; la fealdad que puede imaginar un lector siempre es infinitamente menos desagradable, siempre más sublime o heroica, que la que el autor esconde en su habitación. No quieren que los lectores, al ver la foto en la solapa, bajen del pedestal al autor. La fealdad, la monstruosidad por escrito es siempre única, la fealdad -y la belleza- en la vida real es banal, generalmente común, se pierde en la calle, se confunde, fluye sin que la podamos tocar.

La vanidad de la escritura parece más duradera, más profunda, más interesante que la de las quinceañeras, o la de los modelos de Calvin Klein. Es a la postre más monstruosa, más patética, sobre todo cuando -y en Latinoamérica es cada vez más patente- no va acompañada de talento. Un talento que sabe que es en el flujo vulgar de rostros que no nos dicen nada, en esa piel llena de errores que llevamos, en esa vulgaridad que escondemos detrás de las palabras, donde está el verdadero sentido de la escritura. El talento que sabe que ese poder, el de quien cuenta, es también una dictadura; que esa belleza, la del que nos hipnotiza, es también una de las formas del horror.


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